Era
la segunda vez que intentaba entrar en el Cementerio del Tejar, la primera nadie
pudo si quiera recibirme, dado ello hice esta visita de que hablo con la
ingenuidad segura de quien espera diversos resultados. Presto apareció, en las
puertas del cementerio, desde donde podía observarse una cruz blanca, menos
blanca que las nubes de esa hora, quien después supe era el sepulturero.
Llevaba apenas cuatro días en su oficio y era un hombre pequeño pero de gran
corpulencia como si su fuerza estuviera ejercitada en ataúdes y pesos muertos.
Su
nombre era José Machángara y estaba trabajando con una podadora de césped junto
a su hijo de once años. Simbólico nombre éste de Machángara, que se compaginaba
con lo que de medieval (de presunta medievalidad), de histórico y con lo que de
secreto me parecía tenían los alrededores. Entonces, aumentando una “de” que le
otorgaba valía nobiliaria y hasta estética, decidí dejar el nombre en José de
Machángara, el sepulturero. Había que historiografiar el nombre para que
aumente su valía, llevarlo con ayuda de la metáfora desde su condición humana
de sepulturero, hasta una condición lírica de granjero de muertos.
La
entrada la hice por la calle Baños, de manera que me encontré en medio del
penal García Moreno por el lado derecho y el Cementerio se encontró conmigo al
lado izquierdo. Es un largo descenso, muy empinado el que debe recorrerse para
llegar de la calle Baños que sigue su curso, hasta la entrada del “Cementerio
del Tejar” como si de veras estuviésemos
adentrándonos en el reino de la Muerte. Fuera de este ensueño quevedesco estaba
el barrio de San Juan un tanto distante, que es siempre desde el otro lado de
la ciudad como el aparecimiento de un islote, olvidado, revuelto, bamboleante
en su arquitectura, como una isla de papel periódico mojada por la húmeda
briza.
De
Machángara me hablo con palabras parcas y entrecortadas por las que entreví no
demasiado. Me hizo entender que era su cuarto día de trabajo como ya tengo
dicho, y cuando le pregunté cuántos muertos llegaban al día, me dijo que uno,
pero que uno cada semana. “Los que llegan son los vivos”, aumentó después
riendo parcamente. Los cementerios siempre nos distancian de aquel otro mundo
donde practicamos la comunión. Yo ya no me sentía parte de este mundo, si no de
otro con plenas características pero indiscernible en cuanto a su oscuridad, ya
que este es siempre indiscernible en cuanto a su luz. Cuando le pregunté si era
él quien se encargaba de enterrar a los muertos, me dijo que sí, silenciosamente
mirándose las uñas repletas de tierra.
De
éste otro ensueño me sacó un letrero en la pared derecha de la entrada de los
muertos (es decir de los ataúdes, ya que la entrada de los vivos esta un poco
más abajo y que, dicho de paso, se cierra a las cinco) firmado por la
Administración que informaba lo siguiente:
“Todos los difuntos que se encuentra
sepultados en la sección Tierra van a ser exhumados por el motivo de que todo
va a ser aplanado. Acercarse a Administración a realizar los respectivos
trámites, caso contrario no aceptamos reclamos”.
¿Qué
hacer con los difuntos que no estaban enterrados? ¿Exhumados de “La Tierra”? y
porqué debían sacar a los muertos si el terreno solamente iba a ser aplanado.
Ninguna de estas preguntas pudo contestarme José de Machángara.
Imaginé,
acto siguiente, el fantasma de un muerto que leyera aquella advertencia.
Un
periodista mediterráneo: Joseph Pla, solía tomar sus textos de una sola escena
que encontraba bellísima en el día y con eso justificar un folio, dos. Es mi
visión de Pla como un genio. Un día tomó un texto de una conversación con su
amigo el sepulturero, y que otro periodista: Umbral, nos cuenta así: a la
pregunta de que cómo están las cosas,
el sepulturero había respondido: “por aquí señor Pla, todo está cada vez más
muerto”, no otra cosa sentía que De Machángara me dijera. Cuando se lo pedí no
me dejó fotografiarlo, tenía yo el temor aún así de que no apareciera o que
aparecieran muchos más.
Como
aquel (¿quién duda de su irrealidad?) están también los sepultureros que son
filósofos, aquellos de Shakespeare, del Hamlet.
“No
hay caballeros de nobleza más antigua que los jardineros, sepultureros y
cavadores, que son los que ejercen la profesión de Adán” (Hamlet, acto V.) Otro periodista español: Ramón Valle Peña, mejor conocido como
Ramón María del Valle Inclán, sustrajo con mano magistral, los dos esbozos de
los sepultureros y los iluminó al final de su obra: Luces de Bohemia, convirtiéndolos en Rubén Darío uno, y otro en el
conde de Bradomín, que siempre salvo ciertas pocas veces, es Valle Inclán (ver Los botines blancos de piqué, Francisco
Umbral). “Nosotros divinizamos la muerte. No es más que un instante la vida, la
única verdad es la muerte… Y de las muertes, yo prefiero la muerte cristiana”
(Luces de Bohemia, Valle Inclán). Es decir que los muta en ellos. Yo pensaba
todo esto mientras me convertía por osmosis de Machángara, en un poco esos
sepultureros y, darme cuenta era la evidencia mayor de que sí, esos
sepultureros eran filósofos. Ningún vivo que trate con muertos puede no serlo.
Hay una verdad muy antigua, muy profunda y secreta en la sepultura, una que
Adán conocía.
Pronto
me dejó De Machángara. Todo había sucedido por un hueco de la puerta, ya que
nunca el jardinero me había abierto.
Volviendo
a Valle-Inclán a no sé qué efectos una vez dijo que su arte era la superación de
la sorna y de la risa, y que él habla como los muertos que ya sin morales ni
prejuicios hablan de los vivos. Se me hace a mí que en cuanto a su estética
quería decir que las emociones humanas son vanas y baladís, o más claramente
que carecen de eternidad por ser mudables, excepto en sus momentos más intensos
ya que para Valle: estar dominado por una emoción que quiere ser eterna y no
puede serlo, es la voluntad del ejercicio del arte; y que solo la verdades
quietas, eternas, las que no surgen y resurgen súbitas como las emociones, son
las que nos acompañan hasta la muerte.
Me
dirigí, cuando ya no acudía a mis gritos de protesta el jardinero habiéndose
disuelto en el aire, a la administración del Tejar, que había dado tal premisa
sobre la exhumación de los muertos que habitan la tierra. Me fue imposible encontrar a nadie, la
oficina estaba cerrada, era una puerta vistosa e inconfundible en medio de la
piedra de la Plaza Francisco de Jesús Bolaños. Había una enorme estatua que
nunca había visto en medio de la plaza, y hacia ahí me dirigí. Sin embargo, en
la mitad del trayecto encontré la puerta de la iglesia aún abierta. Me dirigí
hacia ella, la estatua esperaba, me encontré con Estefanía, que no quiso darme
su apellido, y le pedí la información que yo requería sobre el tiempo en que
fue fundado el cementerio, pero me dijo que “aquella información la tiene el
padre Alfredo Llumicanga”. Tras ésta insatisfacción mía, le pregunté si ella
sabía sobre éste lío de los “difuntos que se encuentran sepultados”, y me dijo
que todo aquello era a causa no de que iban a aplanar la tierra, si no que los familiares de los difuntos (quizá
ya muertos) no pagaban las cuotas por los nichos. Acto seguido, le pregunté
acerca su oficio en el negocio. A lo
que me respondió: “Yo soy quién cobra las cuotas”.
Entonces
los muertos iban a ser exhumados porque no podían pagar las cuotas. No sé en
éste punto cómo nos parece extraño que a los faraones se los sepultase con
todas sus pertenencias, o que a algunos ortodoxos con sus mujeres, o a los
griegos con dos monedas, una por ojo. Más les valió haberlo hecho. Aunque
claro, ahora se destierran faraones asimismo para cobrar cuotas, para pagar
deudas.
La
estatua había esperado lo suficiente. Por detrás había una placa que se me
hacía más reciente que la estructura y que decía: “Puro/ simple / desnudo de sí
mismo / sólo alumbra / Arcángel del Pichincha / suspenso de las llagas de
cristo / volando al cielo” firmado por: Guillermo Hurtado Álvarez, poeta de la
zona. Se sentía un gran amor a éste personaje, todo estaba lleno de grafitis
pero no la estatua, permanecía la efigie del santo Francisco Jesús Bolaños, con
dos sirvientes a sus dos lados. Uno, el de la derecha implorando piedad, y el
segundo con una vara en tierra y haciendo un ademán. Los dos son cobrizos. El
santo de los ejercicios espirituales es blanco.
Cuando
lo tenemos ya al frente, hay una leyenda más y más completa:
“Misionero
y evangelizador desde Pasto a Ibarra, Quito, Latacunga, Ambato, Riobamba y
Cuenca. Asceta y místico mercedario, el
religioso más distinguido de XVIII, su fama se extendió más allá de estos
límites. Por su don de caridad se le conocía como “Padre de Quito”. En 1773 estableció
en el Tejar la “Recolección Mercedaria”, la casa de ejercicios espirituales y
la capilla de San José, por muchos años fue conductor de religiosos y laicos.
Propulsor de la cultura y el arte de su siglo. Su fama de santidad se extendió,
el proceso de beatificación está en Roma.” Firmado por Paco Moncayo, alcalde
metropolitano 2006.
Eugenio
Espejo, en su testamento, pidió ser enterrado en la capilla de San Juan con el
habito blanco de los mercedarios, ya que se sabe que como comunicador Espejo se
comprometió a liberar de la supuesta libertad incluso a los mercedarios, cuyo
cuarto voto es el de liberar a los demás, a los obnubilados mediante el
ejercicio de la fe.
Venía
yo nombrando a Valle-Inclán y es que me encuentro leyendo su libro: “La Lámpara Maravillosa: ejercicios
espirituales”; precisamente el día de hoy había retomado la lectura y el
capítulo que leía versaba sobre la madrina de Valle, que él recordaba “al final
del camino de cipreses”, y que cuando joven siempre la encontraba leyendo un
libro. “Yo conocí a una santa de niño y no me fue acordada mayor ventura”, así
inicia el capítulo sobre dicha madrina, Valle se había enamorado, había
santificado y cristalizado a su madrina, y es por ello, lo entendemos luego,
que la madrina es beatificada en su conciencia.
El
pueblo ama sus santos. Los héroes, no los de guerras, no los lejanos en
territorio y tiempo, son cristalizados en estatuas en la memoria de nuestra
historia por el amor del pueblo.
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ResponderEliminarUn aviso de lo erótico desplazado a niveles de cognición superior?
Martin... cuanto disfruto de tus letras... tu camino es amplio... lleno de un rico contexto universal... nadas como pez en el océano de los escritores.
Fue mismo al Tejar... tu cuidad es historia viva. La amo.
Un abrazo inmenso
Exuvia