domingo, 1 de abril de 2012

Herencia

Devuelta en un mundo monótono que tengo que iluminar, porque la conciencia es la única luz del hombre y su única ceguera. Devuelta en la tierra de la que he venido si ella, claro, no se ha ido hasta Perú o subido a Colombia, en mareas destructivas, en derrumbes de rocas, porque sí, como dijo el oráculo, las piedras son los huesos de la tierra, y yo he visto su carne desde arriba, envuelto en el olor de las azafatas, que son las parientes de las secretarias, pero aladas, con la lengua hecho una lija de tanto respirar el aire producido por las maquinas. La he visto caer y meditar desde mi camino invisible, en ríos verdes, en ríos cobrizos, y más que nunca el onduloso territorio se me ha parecido al vientre de una mujer.

Devuelta en ésta luna, que he coronado miles de veces, a la que vuelvo siempre como ella vuelve, entre mareas. Devuelta y no hay nada que me resulte extraño, me asombra menos el retorno que no sentirme perdido. En el retorno, el caminante comprende el delirio de su agonía, todo vuelve a suceder, se suceden las calles con la misma velocidad, los autos pasan en su lenta jauría, el sol relumbra de la misma forma y solo lo sabemos en las quemaduras que son las quemaduras de nuestra niñez, pero el tiempo – caspa o musgo, nevada o barba – ha crecido, le ha dado una nueva forma. Al viajero todo lo mira desde ojos distintos. Volver es como ver en una desconocida los ojos de la mujer que amamos. Como oír el nombre de nuestra amada en alguien que no conocemos. Estamos del todo perdidos, pero tenemos la vaga sensación de no estarlo.

Quito, cuna en medio de las montañas, cara de un dios escondido, tus ojos me miran y yo no puedo verlos. Me asalta la libertad aquí y a las cinco de la tarde, comprendo ahora que me he bajado del avión, la grandeza de mi vida, los caminos que son infinitos, las posibilidades que desalojo a cada paso, la inmensidad del destino que quería Heidegger: soy el Adán que mira el mundo al que ha sido condenado, sin poder nombrar nada ante su asombro, pero en el asombro de Adán hay miedo y en el mío sólo hay melancolía. La familiaridad con las cosas nada tiene que ver con nuestro conocimiento de las cosas, está echa de continuos paseos, paseos en los que no observamos la vida exterior sino que nos sumimos en pensamientos y posibilidades, hemos dejado ya de ver el mundo con ojos nuevos y es entonces cuando podemos relajarnos, disfrutar de la vida que escondemos. Me asalta la libertad con mis maletas y mi bufanda a la salida del aeropuerto, y lo único que la crea es asimismo mi angustia, todos mis sentidos liberándose a su vez se vuelven animales y quiero huir, perderme en medio de mi naturaleza. A veces he pensado que nuestra propia imagen está modelada por la forma en la que nos ve la gente, ahora en efecto me sucede, sintiendo que nadie me conoce, yo mismo me vuelvo un poco espectral, yo mismo me siento leve e invisible, si huyo nadie podrá evitarlo, hace poco bajé del avión, pero para la gente que me mira bien podría no haberlo hecho nunca.

Todo me lo justifica la conciencia. Mi estar aquí, sin ir a ningún sitio, contemplando el inicio de los caminos está justificado por vagos pensamientos, me siento en un islote desde el que oteo el mundo, en un balcón, en una cofa definiéndose los hormigueos despaciosos y los reflejos efímeros del día. Existo porque respiro, porque mi soledad me hermana como nunca con el animal que soy, lo escucho vivir muy cerca, y la cercanía de su boca con la mía me lo hace familiar, aunque esta reprimido y casi diría viejo de andar tanto por mi escalera genética. Él y yo cuando solos somos uno. Acerca su mano peluda a la mía, y en su gesto no hay reflexión pero si un profundo amor que no es destruido por pesares. Siento un delgado derramar muy cerca, una fuente que oscila fresca, húmeda, nocturna, y empieza a bañar al animal.

No estoy seguro si es mi humanidad o mi tristeza.