martes, 19 de junio de 2012


Soñé contigo, forma barata de decirte que te amo. Me mirabas fríamente. Estábamos en un baño. Tu boca no profería sonido, apenas rictus, afectados por distintas palabras. Pero tu voz no estaba, no venía de ningún sitio. Conversábamos, plácidamente, hasta que yo te pedía que sonrieras, y me decías con una locura blanca y trasparente: ¿lo pides enserio? Sabes que no puedo sonreír.

Aún sin voz lo decías, yo interpretaba sin esfuerzo ni equívoco el signo de tus labios, que se entrecerraban escondiendo la palabra. Estabas vestida de rojo y tu piel era tan pálida, tu cuerpo era abrupto y brutalmente geométrico. Tu cuerpo estaba contrahecho, esbozado vagamente con proporciones rectas y cuadradas.

En otro sueño, soñado la misma noche, me acompañabas por galerías enormes, como las que ve un niño. Galerías que me eran familiares pero que no acertaba reconocer. Sentía, ya incluso en el sueño, una afinidad tuya con Beatriz: me rescatabas de este sueño. Y mientras caminábamos era más familiar todavía el lugar, y ya parecía una iglesia también con una enorme cúpula fina como la noche que visitamos alguna vez. Recuerdo que yo te contaba muchas cosas, pero sin revelación alguna, era tan solo el veredicto escondido de mi soledad ante tus ojos. Y tú, como siempre tan delicada y tan atenta a mis sentimientos. Sin embargo si algo en ti te interpelaba era solamente fruto de la pena que me tenías, ante cualquier persona que te hablara así, atenderías.  Como Dante lo hizo quisiera inmortalizarme junto a ti, pero ya las fuerzas de mi voluntad no me dejan mentir, aunque sólo he mentido en mi vida, no puedo hacerlo ni una vez más.

Pero eso no me extraña. Esa había sido nuestra relación (y sé que es una hipérbole el llamarla relación, sé que soy obsesivo, paranoico al decirlo, ya que sólo una vez te tuve de la mano, y sólo una infantil vez dormiste entre mis brazos).  Nunca te besé si quiera, pero cuánto ignoraba que te amaba. Sólo cuando decidí que no volvería, o más bien dicho que ya no te buscaría más, mi amor se trocó en locura, en lo que un poeta desesperado llama amor, pero es nada más que una obsesión, un delirio florido. Supe entonces con certeza que lo había perdido todo, que el amor para mí era no tenerte, que lo que amaba realmente no era a ti sino eso, el simple hecho de estar amando.
Y después ya no te necesitaba, tu imagen era suficiente,  si te busqué alguna vez, si te obligue a oír mi amor, mis penas: te utilicé de una manera horrible, yo no amaba en ti nada. Sólo eras un nombre, un cuerpo, y un rostro, que por azar se acoplaba a la musa que sonreía en mis sueños, que era el personaje de tantas novelas que planee, pero lo digo de nuevo, nada tenía que ver contigo. No te amé nunca y lo sé ahora, lo sé por fin. Después de tanto tiempo, nada tenías que ver con el amor, o la pasión, eras una fruta devorada por mi imaginación, y rehíce el mundo para ti, sin entenderte, ni comprender que a quién yo llamaba Rebecca era una Rebecca muy distinta de ti. Compartía un rostro y un nombre, pero no eras tú a quién quería, sino al fantasma del amor que me dejaba. Y me sigue dejando sólo, perdido en mí, arropado de memoria.

¡Que nadie me diga nada ahora que entiendo todo! Pero estas galerías eran tan familiares. Y de pronto todo se develaba, no era un museo ni una iglesia, era un París, sin ruido ni voz como tú. Vacío a plenitud como tú. Y de pronto entraba en un museo inigualable y te perdía en medio del silencio.   


miércoles, 13 de junio de 2012

viernes, 8 de junio de 2012

Rebecca despertó desnuda


I


Rebecca despertó desnuda en medio de un bosque fosco, asépalo. Aunque la reciente lluvia se había deslizado por los árboles enjutos, la patas de los venados estuvieran manchadas de cascarria, y el viento fuese frío hasta la cristalización, su cuerpo relumbraba de pureza, daba su comodidad una impresión de calor. Sus pezones erizados, violetas, atraían la mirada de entre su vasto desierto islandés, lechoso. Manantiales de luz o de miel bajaban por sus axilas. Un numen pálido y parecido a la mariposa se hallaba asilado en su corazón y, como a una lámpara antigua a la que le es devuelta su llama, envueltos de vida rutilaban sus brazos y su barriga, pareciendo orfeones que venían saliendo del lodo, de la garganta desvelada del infierno. Dos estrellas aparecieron en el cielo: Arcturus y la Espiga de María. El sol había dejado la tierra con una barca incendiada de rojo, la luna tardaba en llegar y el día quebrado en un montón de charcos, se deslizaba como las lagartijas en medio de la ternura de la noche. Los lobos empezaron a cantar. Los pájaros se habían ido. Un conejo blanco desapareció en medio del follaje.
Descalza, arisca y soñolienta se levantó del lodo, sus manos se mancharon por las palmas, se arregló el pelo sin importarle ensuciarse, de entre un hueco oscuro y secreto en medio de los árboles muertos, sacó una manzana fresca. Había soñado con Milena. Ayer se había acordado de ella.  Había en su frente un resplandor esmeralda. Sin posibilidad de voluptuosidades, se agachó, consciente de su soledad, para recoger un arete de plata. Cuando se agachó sin embargo sintió un impulso erótico, algo la estaba contemplando. Se dio la vuelta y no encontró sino dos luciérnagas que titilaban con su acostumbrada convicción. Cuando había vuelto a su recuerdo de Milena, escuchó pasos. No eran los de un hombre sin embargo. Se agachó una vez más para tomar su collar de perlas: un gusano marino, seccionado y albar salió de la tierra sin esfuerzo, la joya con un látigo retorcido se enrosco en su cuello lizo y húmedo de saliva, de lluvia. Antes de lograr levantarse, sintió el aliento caliente y feroz de un lobo en su mano estrellada. No tuvo miedo. Le dio un tasco a la manzana y descubrió su corazón con cuatro latidos estáticos, cincelados en ébano. El lobo le lamió la herida del costado que se había hecho cuando resbaló por el sendero y perdió al grupo de guías. Ella conocía ese aliento y el sabor de la saliva. Le lamió los pezones y el sexo.
Dos lobos cabizbajos  horadaron la vieja noche dejando el sitio en que Rebecca había despertado.

II


Yo había amado su piel de lobos, sus costurones de locura y sus lúnulas de calendario lunar. Había pronosticado el tiempo y el clima con sólo verla. Sus labios eran una fuente quieta de fatídicos agüeros. Nicho en el secreto retenido de su corazón, un abismo de dudas y desconciertos. La mujer se parece a la tierra no sólo por su noche, principalmente por su misterio, misterioso misterio en el que gravitamos, atrayéndonos al abismo como la tierra a nuestros pasos. Vi en su mirada una perla lejana, que bien puede ser la muerte, o la luna en los ojos de la noche. Bese a un lobo en sus labios y fui mordido por él. Su corazón era un cáliz de plata de fumífero tósigo. Por lo demás: Siguió vistiéndose en la noche de barro.

-       - Así fue, me dijo, como llegue a tu casa sin chompa.