Soñé contigo, forma barata de decirte que te amo.
Me mirabas fríamente. Estábamos en un baño. Tu boca no profería sonido, apenas
rictus, afectados por distintas palabras. Pero tu voz no estaba, no venía de
ningún sitio. Conversábamos, plácidamente, hasta que yo te pedía que sonrieras,
y me decías con una locura blanca y trasparente: ¿lo pides enserio? Sabes que
no puedo sonreír.
Aún sin voz lo
decías, yo interpretaba sin esfuerzo ni equívoco el signo de tus labios, que se
entrecerraban escondiendo la palabra. Estabas vestida de rojo y tu piel era tan
pálida, tu cuerpo era abrupto y brutalmente geométrico. Tu cuerpo estaba contrahecho,
esbozado vagamente con proporciones rectas y cuadradas.
En otro sueño,
soñado la misma noche, me acompañabas por galerías enormes, como las que ve un
niño. Galerías que me eran familiares pero que no acertaba reconocer. Sentía,
ya incluso en el sueño, una afinidad tuya con Beatriz: me rescatabas de este
sueño. Y mientras caminábamos era más familiar todavía el lugar, y ya parecía
una iglesia también con una enorme cúpula fina como la noche que visitamos
alguna vez. Recuerdo que yo te contaba muchas cosas, pero sin revelación
alguna, era tan solo el veredicto escondido de mi soledad ante tus ojos. Y tú,
como siempre tan delicada y tan atenta a mis sentimientos. Sin embargo si algo
en ti te interpelaba era solamente fruto de la pena que me tenías, ante cualquier
persona que te hablara así, atenderías.
Como Dante lo hizo quisiera inmortalizarme junto a ti, pero ya las
fuerzas de mi voluntad no me dejan mentir, aunque sólo he mentido en mi vida,
no puedo hacerlo ni una vez más.
Pero eso no me
extraña. Esa había sido nuestra relación (y sé que es una hipérbole el llamarla
relación, sé que soy obsesivo, paranoico al decirlo, ya que sólo una vez te
tuve de la mano, y sólo una infantil vez dormiste entre mis brazos). Nunca te besé si quiera, pero cuánto ignoraba
que te amaba. Sólo cuando decidí que no volvería, o más bien dicho que ya no te
buscaría más, mi amor se trocó en locura, en lo que un poeta desesperado llama
amor, pero es nada más que una obsesión, un delirio florido. Supe entonces con
certeza que lo había perdido todo, que el amor para mí era no tenerte, que lo
que amaba realmente no era a ti sino eso, el simple hecho de estar amando.
Y después ya no te
necesitaba, tu imagen era suficiente, si
te busqué alguna vez, si te obligue a oír mi amor, mis penas: te utilicé de una
manera horrible, yo no amaba en ti nada. Sólo eras un nombre, un cuerpo, y un
rostro, que por azar se acoplaba a la musa que sonreía en mis sueños, que era
el personaje de tantas novelas que planee, pero lo digo de nuevo, nada tenía
que ver contigo. No te amé nunca y lo sé ahora, lo sé por fin. Después de tanto
tiempo, nada tenías que ver con el amor, o la pasión, eras una fruta devorada
por mi imaginación, y rehíce el mundo para ti, sin entenderte, ni comprender
que a quién yo llamaba Rebecca era una Rebecca muy distinta de ti. Compartía un
rostro y un nombre, pero no eras tú a quién quería, sino al fantasma del amor
que me dejaba. Y me sigue dejando sólo, perdido en mí, arropado de memoria.
¡Que nadie me diga
nada ahora que entiendo todo! Pero estas galerías eran tan familiares. Y de
pronto todo se develaba, no era un museo ni una iglesia, era un París, sin
ruido ni voz como tú. Vacío a plenitud como tú. Y de pronto entraba en un museo
inigualable y te perdía en medio del silencio.