“Cualquier
destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento:
el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es” esta idea de Borges
no se entrelaza sin disparidad con la que hace poco tiempo yo intuía, la de que
el hombre inventa su identidad a cada segundo, con cada reflexión y con cada
acto, según esa máxima de Max Scheler que prefiere preguntar no qué es, si no
qué hace. No viene a ser la vida si no esa serie concadenada de circunstancias
y sueños. Sin embargo Borges habla del destino (saber o creer saber quién uno
es), no nos dice que la vida se descifra o esta cifrada en ese momento
culminante, si no que el destino yace ahí definido. Ese momento viene a
componer por más delirante o pacifico que sea una fotografía, un retrato. En
rigor las fotografía son momentos, estados que se componen a su vez de
imágenes. En rigor, un retrato no viene si no a ejemplificar el estado
espiritual de un hombre, en rigor, nuestro rostro es nuestro carácter. Así
podría por ejemplo decir que a mi abuelo Alfredo Mora Reyes, lo he conocido, he
intuido su carácter, por el retrato que tengo. Todo lo que me han dicho de él
se ha asociado a la imagen por su puesto, pero hasta ahora no puedo olvidar el
primer momento en que la vi. Ya tenía mucho más de lo que podía ver, y ya pude
intuir que los hombres tienen largas memorias, larguísimas, que van más allá de
las vidas y de las vidas de sus padres. Aquel fue el encuentro con mi abuelo.
Murió de
cáncer cuando yo estaba aún dentro de mi madre.
Saber quién
uno es equivale a tener una estampa nuestra que observemos siempre que se nos
haya olvidado. No es que el hombre no dude de su personalidad, si no que ya no
tiene que preocuparse por ella, el momento en que sabemos quienes somos (que no
es si no intuir lo que somos), viene a suplir las incertidumbre y lo justifica
todo. Ya nuestros actos no tiene grandes repercusiones en nuestro sentido de la
culpa (a más que sea parte de lo que somos), porque como el destino se ha
mostrado nuestras empresas son sólidas aun que sean castillos en el aire. La
inteligencia escribí alguna vez, es irse justificando. Ahora diría lo
contrario, la inteligencia es discernir entre los otros, ese momento (que no
necesariamente es una exaltación extática o una pena muy amarga) en que sabemos
definitivamente quienes somos, ese momento que justifica lo una vez echo y lo
que queda por hacer.
En aquel
retrato de mi abuelo veo más que nada el aura melancólica que lo rodeaba, y ya
sabemos la importancia que tiene la melancolía en el acto de pensar. Me parece
mirar las noches en que salía al umbral de la puerta y empezaba a recitar
poemas en voz alta y solo. Escucho las murmuraciones de sus poesías. Mucho de
obelisco tiene la personalidad en esa foto, mucho de esa torre del reloj que
hicieron a su memoria en Loja, donde ahora pasan los borrachos y sus mujeres
buscándolos (no he ido a Loja en mucho). Me parece en esa fotografía encontrar
todos los momentos de su vida, y lo que yo, con la loca de la casa, le
hago vivir. Me parece que ahí están los borrachos, me parece ahí ver el
sufrimiento de una gran perdida, me parece ver a sus amigos, los tragos que
alguna vez bebió en conversaciones que no imagino.
No tengo en
casa un altar de santos, nunca idolatré las imágenes de dios, porque siempre me
resultaron demasiado coloridas, demasiado folklóricas para ser la imagen de
uno. Pero en la fotografía de mi abuelo sí, que ya deja de serlo, que va
perdiendo su carácter original para empezar a ser el que yo construyo, veo a
dios. Me parece que ahí abundan los momentos de la vida, que ahí están
descansando como si fuese la foto un pequeño Aleph. Lo que después viví
con mi padre, lo que ahora vivo, todo ahí cifrado y en espera de ser
descubierto.
Bueno, ahora
he de nombrar el centro de este texto, de donde surgió la idea y donde debe
terminar. El Simurgh, aquel dios pájaro que nombra Borges y que es el personaje
de un mathnavi (género literario persa que consta de dos versos o pareados)
llamado Coloquio de los pájaros y en persa Mantiq-al-Tayr.
Escrito por Faryd al-Din Attar en el siglo XII. Al Simurgh lo buscan los
pájaros conversadores y tras largos viajes entienden que no son si no ellos el
dios pájaro, el Simurgh. Quiero situarme asimismo en un momento de la fabula.
Cuando los treinta pájaros entienden por fin quienes son, describirlo mejor es
imposible, hay que verlo, hay que situarnos asimismo en el momento en que a los
treinta pájaros juntos le es develado que son el dios, el Simurgh. Qué podrían
sentir, qué pasaba por sus lenguas, es imposible saberlo, no lo necesitamos, en
cambio sintamos que somos uno de esos pájaros (que son cada uno y el Simurgh) y
sintamos el poder de la develación que se cierne sobre nosotros, ese encuentro
desesperante, lúcido, angelical en que algo (a ellos nada se les presentó) nos
dice quienes somos. Yo en esas pupilas pequeñas de los pájaros sólo alcanzo a
ver más pájaros reproducidos y en esas pupilas reproducidas veo pájaros… y así
hasta el infinito, pero no pájaros en otro estado, sino hasta el infinito pájaros
sintiendo el llamado de su destino. Siempre sospeche que lo que yo he sentido
como catarsis es eso: el encuentro con un momento que tiene todos los
anteriores y los que vendrán. Aquel momento por contener todos los anteriores
nos produce una sensación de identidad, nos vemos muy pequeños en cada uno de
esos momentos por que los estamos viviendo todos, y ya no necesitamos
preocuparnos por nuestro presente o por nuestro fin, ya sabemos quienes somos,
ya sabemos qué somos.
Un día de
luna en que oía los Rondos de Chopin (solo los pongo cuando veo la luna,
o para verla), regresé la vista hacia la fotografía de mi abuela y ahí
escondida tras capaz de años y de distancia, estaba la mujer que amaba por ese
tiempo, la que no he dejado de amar por conservarla en mi relicario de santas
(que ese sí que lo tengo), y de súbito toda una vida secreta se me echó encima,
me pareció vivir esa historia de mi abuelo y de su amor, y me pareció por un
momento ser él, pero no con admiración si no con tranquilidad, como si
verdaderamente yo hubiese sido su alma. Sé que no tenemos el mismo carácter, sé
que no tenemos de parecido mucho, pero ese momento que fue espeluznante
después, pero cuando me sucedía solo era misterioso, nunca me ha dejado ir. Me
pareció ahí dentro de mi abuelo, de su espíritu encontrar la justificación de
mi destino, encontrar quién yo era por fin, me cuide de no asociar lo que sentí
con la admiración, pues deseamos por ello con ingenuidad ser mucha gente, y
guardé la admiración para otras ocasiones.
Sin embargo
qué problema el que había encontrado, cómo venía a dar con mi identidad en la
fotografía de un abuelo muerto. Pronto quedé desolado. Sin embargo las
delicadas manos de Chopin dieron paso a un jazz que no recordaba haber tenido
entre mis listas de favoritos. Conference of the Birds se llamaba aquel
álbum del Dave Holland Quartet. Algo (un pájaro: Parker) me venía
siguiendo.
Entonces se
me dio en pensar lo siguiente: cada uno de los pájaros podía tener otro
parecer, pero eran en conjunto el mismo. Por ello comprendí que la revelación
era más profunda de lo que había previsto. Lo que vi en esa vida no vivida de
mi abuelo, no fue que era una vida extraviada y mía, si no que quién me condujo
a pensar ello fueron los sentimientos experimentados: pensar en mi abuela en
sus brazos y en el amor infinito que se habían tenido, era como pensar en tener
a esa querida mía en los míos, ellos como el Simurgh eran el amor, y de ese
amor nacieron mi tíos queridos, mi familia extensa y extendida como pájaros que
se han separado por fin tras la revelación. Es por ello que yo no había sentido
en verdad que era mi abuelo o que lo fui, si no que había sentido la identidad
de él que se cierne sobre sus hijos y nietos, y ahora bisnietos. Había sentido
ese aura melancólica que compartimos, aquel carácter que creí no conocer. Venía
a descubrir al dios hombre en esa fotografía, como los pájaros de los versos,
en mí mismo y en todos, mi abuelo sólo había sido el conducto para que yo, que
estaba solo, lo comprendiera.
Aun guardo
dudas acerca de la mística que hay entre mi abuelo y yo. Quizá sea demasiado
contar lo que me enteré poco tiempo después. Sin embargo creo que este texto
estaría incompleto sin eso.
Ya dije que
cuando mi abuelo murió madre estaba embarazada de mí. Ella fue a visitarlo
cuando estaba ya en un féretro. Se le acercó. No pudo ver sus ojos pues estaban
cerrados, y lo que pasó después es indescriptible, pero sólo quizá por que
creemos muy poco en lo mágico: sintió, lo digo con sus palabras, que un alma entraba
hasta su útero, yo tenía tres meses. Tres meses después dio a luz.
PS: Entra mi padre, y tras yo leerle el texto, me dice que hoy seis de agosto del 2011, es el cumpleaños de mi abuelo Alfredo Mora Reyes. Mañana es el de mi madre.
PS: Entra mi padre, y tras yo leerle el texto, me dice que hoy seis de agosto del 2011, es el cumpleaños de mi abuelo Alfredo Mora Reyes. Mañana es el de mi madre.