lunes, 6 de agosto de 2012

Una memoria de mi abuelo



“Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en el que el hombre sabe para siempre quién es” esta idea de Borges no se entrelaza sin disparidad con la que hace poco tiempo yo intuía, la de que el hombre inventa su identidad a cada segundo, con cada reflexión y con cada acto, según esa máxima de Max Scheler que prefiere preguntar no qué es, si no qué hace. No viene a ser la vida si no esa serie concadenada de circunstancias y sueños. Sin embargo Borges habla del destino (saber o creer saber quién uno es), no nos dice que la vida se descifra o esta cifrada en ese momento culminante, si no que el destino yace ahí definido. Ese momento viene a componer por más delirante o pacifico que sea una fotografía, un retrato. En rigor las fotografía son momentos, estados que se componen a su vez de imágenes. En rigor, un retrato no viene si no a ejemplificar el estado espiritual de un hombre, en rigor, nuestro rostro es nuestro carácter. Así podría por ejemplo decir que a mi abuelo Alfredo Mora Reyes, lo he conocido, he intuido su carácter, por el retrato que tengo. Todo lo que me han dicho de él se ha asociado a la imagen por su puesto, pero hasta ahora no puedo olvidar el primer momento en que la vi. Ya tenía mucho más de lo que podía ver, y ya pude intuir que los hombres tienen largas memorias, larguísimas, que van más allá de las vidas y de las vidas de sus padres. Aquel fue el encuentro con mi abuelo.
Murió de cáncer cuando yo estaba aún dentro de mi madre.              

Saber quién uno es equivale a tener una estampa nuestra que observemos siempre que se nos haya olvidado. No es que el hombre no dude de su personalidad, si no que ya no tiene que preocuparse por ella, el momento en que sabemos quienes somos (que no es si no intuir lo que somos), viene a suplir las incertidumbre y lo justifica todo. Ya nuestros actos no tiene grandes repercusiones en nuestro sentido de la culpa (a más que sea parte de lo que somos), porque como el destino se ha mostrado nuestras empresas son sólidas aun que sean castillos en el aire. La inteligencia escribí alguna vez, es irse justificando. Ahora diría lo contrario, la inteligencia es discernir entre los otros, ese momento (que no necesariamente es una exaltación extática o una pena muy amarga) en que sabemos definitivamente quienes somos, ese momento que justifica lo una vez echo y lo que queda por hacer.

En aquel retrato de mi abuelo veo más que nada el aura melancólica que lo rodeaba, y ya sabemos la importancia que tiene la melancolía en el acto de pensar. Me parece mirar las noches en que salía al umbral de la puerta y empezaba a recitar poemas en voz alta y solo. Escucho las murmuraciones de sus poesías. Mucho de obelisco tiene la personalidad en esa foto, mucho de esa torre del reloj que hicieron a su memoria en Loja, donde ahora pasan los borrachos y sus mujeres buscándolos (no he ido a Loja en mucho). Me parece en esa fotografía encontrar todos los momentos de su vida, y lo que yo, con la loca de la casa, le hago vivir. Me parece que ahí están los borrachos, me parece ahí ver el sufrimiento de una gran perdida, me parece ver a sus amigos, los tragos que alguna vez bebió en conversaciones que no imagino.

No tengo en casa un altar de santos, nunca idolatré las imágenes de dios, porque siempre me resultaron demasiado coloridas, demasiado folklóricas para ser la imagen de uno. Pero en la fotografía de mi abuelo sí, que ya deja de serlo, que va perdiendo su carácter original para empezar a ser el que yo construyo, veo a dios. Me parece que ahí abundan los momentos de la vida, que ahí están descansando como si fuese la foto un pequeño Aleph. Lo que después viví con mi padre, lo que ahora vivo, todo ahí cifrado y en espera de ser descubierto.

Bueno, ahora he de nombrar el centro de este texto, de donde surgió la idea y donde debe terminar. El Simurgh, aquel dios pájaro que nombra Borges y que es el personaje de un mathnavi (género literario persa que consta de dos versos o pareados) llamado Coloquio de los pájaros y en persa Mantiq-al-Tayr. Escrito por Faryd al-Din Attar en el siglo XII. Al Simurgh lo buscan los pájaros conversadores y tras largos viajes entienden que no son si no ellos el dios pájaro, el Simurgh. Quiero situarme asimismo en un momento de la fabula. Cuando los treinta pájaros entienden por fin quienes son, describirlo mejor es imposible, hay que verlo, hay que situarnos asimismo en el momento en que a los treinta pájaros juntos le es develado que son el dios, el Simurgh. Qué podrían sentir, qué pasaba por sus lenguas, es imposible saberlo, no lo necesitamos, en cambio sintamos que somos uno de esos pájaros (que son cada uno y el Simurgh) y sintamos el poder de la develación que se cierne sobre nosotros, ese encuentro desesperante, lúcido, angelical en que algo (a ellos nada se les presentó) nos dice quienes somos. Yo en esas pupilas pequeñas de los pájaros sólo alcanzo a ver más pájaros reproducidos y en esas pupilas reproducidas veo pájaros… y así hasta el infinito, pero no pájaros en otro estado, sino hasta el infinito pájaros sintiendo el llamado de su destino. Siempre sospeche que lo que yo he sentido como catarsis es eso: el encuentro con un momento que tiene todos los anteriores y los que vendrán. Aquel momento por contener todos los anteriores nos produce una sensación de identidad, nos vemos muy pequeños en cada uno de esos momentos por que los estamos viviendo todos, y ya no necesitamos preocuparnos por nuestro presente o por nuestro fin, ya sabemos quienes somos, ya sabemos qué somos.      

Un día de luna en que oía los Rondos de Chopin (solo los pongo cuando veo la luna, o para verla), regresé la vista hacia la fotografía de mi abuela y ahí escondida tras capaz de años y de distancia, estaba la mujer que amaba por ese tiempo, la que no he dejado de amar por conservarla en mi relicario de santas (que ese sí que lo tengo), y de súbito toda una vida secreta se me echó encima, me pareció vivir esa historia de mi abuelo y de su amor, y me pareció por un momento ser él, pero no con admiración si no con tranquilidad, como si verdaderamente yo hubiese sido su alma. Sé que no tenemos el mismo carácter, sé que no tenemos de parecido mucho, pero ese momento que fue espeluznante después, pero cuando me sucedía solo era misterioso, nunca me ha dejado ir. Me pareció ahí dentro de mi abuelo, de su espíritu encontrar la justificación de mi destino, encontrar quién yo era por fin, me cuide de no asociar lo que sentí con la admiración, pues deseamos por ello con ingenuidad ser mucha gente, y guardé la admiración para otras ocasiones.     

Sin embargo qué problema el que había encontrado, cómo venía a dar con mi identidad en la fotografía de un abuelo muerto. Pronto quedé desolado. Sin embargo las delicadas manos de Chopin dieron paso a un jazz que no recordaba haber tenido entre mis listas de favoritos. Conference of the Birds se llamaba aquel álbum del Dave Holland Quartet. Algo (un pájaro: Parker) me venía siguiendo.

Entonces se me dio en pensar lo siguiente: cada uno de los pájaros podía tener otro parecer, pero eran en conjunto el mismo. Por ello comprendí que la revelación era más profunda de lo que había previsto. Lo que vi en esa vida no vivida de mi abuelo, no fue que era una vida extraviada y mía, si no que quién me condujo a pensar ello fueron los sentimientos experimentados: pensar en mi abuela en sus brazos y en el amor infinito que se habían tenido, era como pensar en tener a esa querida mía en los míos, ellos como el Simurgh eran el amor, y de ese amor nacieron mi tíos queridos, mi familia extensa y extendida como pájaros que se han separado por fin tras la revelación. Es por ello que yo no había sentido en verdad que era mi abuelo o que lo fui, si no que había sentido la identidad de él que se cierne sobre sus hijos y nietos, y ahora bisnietos. Había sentido ese aura melancólica que compartimos, aquel carácter que creí no conocer. Venía a descubrir al dios hombre en esa fotografía, como los pájaros de los versos, en mí mismo y en todos, mi abuelo sólo había sido el conducto para que yo, que estaba solo, lo comprendiera. 
Aun guardo dudas acerca de la mística que hay entre mi abuelo y yo. Quizá sea demasiado contar lo que me enteré poco tiempo después. Sin embargo creo que este texto estaría incompleto sin eso.

Ya dije que cuando mi abuelo murió madre estaba embarazada de mí. Ella fue a visitarlo cuando estaba ya en un féretro. Se le acercó. No pudo ver sus ojos pues estaban cerrados, y lo que pasó después es indescriptible, pero sólo quizá por que creemos muy poco en lo mágico: sintió, lo digo con sus palabras, que un alma entraba hasta su útero, yo tenía tres meses. Tres meses después dio a luz.        

PS: Entra mi padre, y tras yo leerle el texto, me dice que hoy seis de agosto del 2011, es el cumpleaños de mi abuelo Alfredo Mora Reyes. Mañana es el de mi madre.



viernes, 3 de agosto de 2012

Hay que dudar...





Hay que dudar sobre todo. Yo dudo con ternura sobre una caricia por ejemplo. Porque dudar es reflexionar, llenar el pequeño mundo de la duda con reflexiones que ya no me llevan a una conclusión, que seria vano, si no a un viaje por la duda, por la palabra y su fonética, por entre los delgados rizos de una mujer, a la cual se ha tejido esta duda inextinguible. Sin melancolía, anota Kristreva, no puede haber psiquis sino acción. Cuando dudo en la caricia, cuando dudo sobre la caricia, me viene todo ese placer que apenas necesita una acción, se embellece el cuerpo que quiero tocar por mi duda. Mi duda, mi reflexión, mi conciencia lo pueblan de incertidumbre, de umbrales tranquilos, de círculos infernales o paradisíacos. Ya la caricia ha dejado de ser lo que es en rigor, para convertirse en un viaje por territorios espirituales, Dante quizá no hizo más que dudar acerca de Beatriz Portinari, que alguna vez lo humillo, que reía de él, que se casó con Bardi, quizá Dante no hace más que dudar (en toda la Comedia) en acariciarla en su texto, en poner un dedo sobre ella, y porque esa caricia no es posible, ella viene a ser tan grande como María o como Jesús, tan impenetrable y secreta, tan parte de un cielo revelador y ensoñado. La duda la llena de fabulaciones de peligros y de conquistas, la duda puebla a la mujer que amamos con el mundo todo, sin negarlo nada.


Es por eso que cuando pronuncio una palabra mal, es por eso que cuando tu entiendes algo ofensivo en lo que he dicho, me parece un tigre lo que se cierne sobre nosotros, me parece el alma de una pantera la que ha ejecutado sus latigazos sangrientos sobre mi, y si soy tan sensible sucede porque toda la vejez ha quedado a un lado (haces que me olvide de ella, del cansancio), y como si fueras Moisés abres las mares mías que te entregan mi centro de ternura, mi corazón pequeño, mi dios niño, y con ellos pasas hacia mí, de manera tan definitiva que ya no sé en mí mismo a dónde llegas.


Así, cuando dudo en la caricia que quiero darte, se me revela, venida del mismo abismo del cielo, esa frase de Novalis: “es tocar el cielo poner un dedo sobre un cuerpo humano”, y por primera vez lo entiendo, por primera vez la duda hace que mi amor no sea un amor baladí, si no que se torna una campaña, ardua como todas, llena de dolor y de infancias perdidas como todas, una guerra que he creado solo, que ha venido a refugiarse en el oscuro templo de mi corazón, que es como un Pirro matando al padre frente al hijo y al hijo frente al templo: un espía fatal, un hombre para el cual no existe la dubitación. Así, entres dudas, me mata el amor que te tengo, que no duda. Así me mata en silencio, matando primero al viejo, después al adulto, después al niño, llegando desde mi exterior que es lo envejecido, hasta mi corazón que será siempre lo niño, lo tierno, lo que en ti quiero tocar, porque amar no es más que viajar en otro y llegar a ese centro de ternura, penetrar por la experiencia de los años para poder recostarse tras la batalla un minuto en ese centro tierno que hay en todos, no se busca más en esa guerra ardua. Los viajes pueden ser como los de Ulises, interminables, tan interminables que viene él a terminar siglos después en un poema escrito en toscano, ya pues Ulises lo ha aprendido en el infierno. O pueden ser cortos, más no creo que debieran ser banales, un amor banal no es un viaje, es un drama en actos, siempre con un telón que delata la inexistencia del escenario, de la representación y de los actores, que verdaderamente no son Hamlet, no son Orestes. Si quiero viajar debo amar con toda mi valentía, pues el acto es un acto de violencia, de pasión intacta. Debo creer, para amarte, que el escenario es real, que los actores (nosotros dos) mueren cuando llega su hora, que no hay nada que no sea fatal entre actos. Debo pesar que, el amor, otra representación, otro sueño, puede realmente matarme. 

Tras estas reflexiones me digo que ahora sí te acariciaré la mano, pero a último minuto me parece demasiado arriesgado.