viernes, 3 de agosto de 2012

Hay que dudar...





Hay que dudar sobre todo. Yo dudo con ternura sobre una caricia por ejemplo. Porque dudar es reflexionar, llenar el pequeño mundo de la duda con reflexiones que ya no me llevan a una conclusión, que seria vano, si no a un viaje por la duda, por la palabra y su fonética, por entre los delgados rizos de una mujer, a la cual se ha tejido esta duda inextinguible. Sin melancolía, anota Kristreva, no puede haber psiquis sino acción. Cuando dudo en la caricia, cuando dudo sobre la caricia, me viene todo ese placer que apenas necesita una acción, se embellece el cuerpo que quiero tocar por mi duda. Mi duda, mi reflexión, mi conciencia lo pueblan de incertidumbre, de umbrales tranquilos, de círculos infernales o paradisíacos. Ya la caricia ha dejado de ser lo que es en rigor, para convertirse en un viaje por territorios espirituales, Dante quizá no hizo más que dudar acerca de Beatriz Portinari, que alguna vez lo humillo, que reía de él, que se casó con Bardi, quizá Dante no hace más que dudar (en toda la Comedia) en acariciarla en su texto, en poner un dedo sobre ella, y porque esa caricia no es posible, ella viene a ser tan grande como María o como Jesús, tan impenetrable y secreta, tan parte de un cielo revelador y ensoñado. La duda la llena de fabulaciones de peligros y de conquistas, la duda puebla a la mujer que amamos con el mundo todo, sin negarlo nada.


Es por eso que cuando pronuncio una palabra mal, es por eso que cuando tu entiendes algo ofensivo en lo que he dicho, me parece un tigre lo que se cierne sobre nosotros, me parece el alma de una pantera la que ha ejecutado sus latigazos sangrientos sobre mi, y si soy tan sensible sucede porque toda la vejez ha quedado a un lado (haces que me olvide de ella, del cansancio), y como si fueras Moisés abres las mares mías que te entregan mi centro de ternura, mi corazón pequeño, mi dios niño, y con ellos pasas hacia mí, de manera tan definitiva que ya no sé en mí mismo a dónde llegas.


Así, cuando dudo en la caricia que quiero darte, se me revela, venida del mismo abismo del cielo, esa frase de Novalis: “es tocar el cielo poner un dedo sobre un cuerpo humano”, y por primera vez lo entiendo, por primera vez la duda hace que mi amor no sea un amor baladí, si no que se torna una campaña, ardua como todas, llena de dolor y de infancias perdidas como todas, una guerra que he creado solo, que ha venido a refugiarse en el oscuro templo de mi corazón, que es como un Pirro matando al padre frente al hijo y al hijo frente al templo: un espía fatal, un hombre para el cual no existe la dubitación. Así, entres dudas, me mata el amor que te tengo, que no duda. Así me mata en silencio, matando primero al viejo, después al adulto, después al niño, llegando desde mi exterior que es lo envejecido, hasta mi corazón que será siempre lo niño, lo tierno, lo que en ti quiero tocar, porque amar no es más que viajar en otro y llegar a ese centro de ternura, penetrar por la experiencia de los años para poder recostarse tras la batalla un minuto en ese centro tierno que hay en todos, no se busca más en esa guerra ardua. Los viajes pueden ser como los de Ulises, interminables, tan interminables que viene él a terminar siglos después en un poema escrito en toscano, ya pues Ulises lo ha aprendido en el infierno. O pueden ser cortos, más no creo que debieran ser banales, un amor banal no es un viaje, es un drama en actos, siempre con un telón que delata la inexistencia del escenario, de la representación y de los actores, que verdaderamente no son Hamlet, no son Orestes. Si quiero viajar debo amar con toda mi valentía, pues el acto es un acto de violencia, de pasión intacta. Debo creer, para amarte, que el escenario es real, que los actores (nosotros dos) mueren cuando llega su hora, que no hay nada que no sea fatal entre actos. Debo pesar que, el amor, otra representación, otro sueño, puede realmente matarme. 

Tras estas reflexiones me digo que ahora sí te acariciaré la mano, pero a último minuto me parece demasiado arriesgado.  



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